Diferencia entre "ellos" y "nosotros"

El libro de los «Hechos de los apóstoles» constituye una joya didáctica para toda la cristiandad. Lamentablemente no recibe tanta atención como otros escritos bíblicos.  Esta magistral obra, es considerada por muchos simplememente como un libro de historia. Se pasa por alto un importante detalle: «Hechos» es la segunda parte de «Lucas» y fue escrito por el mismo autor, es decir: el libro de Hechos es también «evangelio».  En el mismo encontramos relatos que ejemplifican el movimiento y expansión de la fe cristiana en el primer Siglo.  Como parte de su narrativa podemos observar cómo la «buena noticia» fue superando barreras y llegando a personas de gran diversidad étnica, política, social, cultural y religiosa, entre otras.

El capítulo 15 contiene uno de esos relatos. El apóstol Pablo y sus asociados se encontraban congregándose con la comunidad cristiana en Antioquía de Siria (véase capítulo 14). Allí le contaban a la iglesia las cosas maravillosas que Dios estaba haciendo en las vidas de quienes recibían el evangelio en las diversas ciudades donde habían estado predicando. De particular interés les resultaba el hecho de descubrir que la gracia de Dios estaba actuando en personas cuyo origen étnico/racial no era judío. En ese contexto se da el episodio narrado en el capítulo siguiente, el cual comienza indicando que «De Judea llegaron algunos que enseñaban a los hermanos que, si no se circuncidaban según el rito de Moisés, no podían ser salvos» (Hechos 15.1)...

Es interesante observar cómo en los grupos humanos nunca faltan los "aguafiestas". Los amigos angloparlantes les llaman "Debbie Downers".  Son las personas que siempre están prestas a atentar contra la alegría de las demás.  Sólo que el caso en cuestión es mucho más serio que un simple comentario, se trata de una contradicción amenazante a lo que ha estado ocurriendo en las vidas que con gozo han recibido el evangelio, la buena noticia del Señor. Aquellos llegaron a imponer sobre los recién conversos tradiciones religiosas y culturales como condición para disfrutar de la reconciliación con Dios, eso que el texto bíblico llama "salvación". Y con toda razón ahora podemos preguntar ¿quiénes se creían aquellos para determinar los recipientes del favor divino?  ¿Acaso unos seres humanos tienen el derecho y el poder de decidir quienes pueden y quienes no pueden ser objeto de la gracia de Dios? ¡Cuánta arrogancia pretender decidir lo que sólo a Dios le corresponde decidir!

El Señor Jesucristo, en su prédica y práctica, había demostrado el apasionado amor de Dios independientemente de mérito humano alguno.  Cuando miramos la primera parte de esta doble obra, el «Evangelio Según Lucas», vemos a Jesucristo describiendo a Dios como el padre que invita a sus dos hijos perdidos a disfrutar la fiesta, como el pastor que busca incansablemente hasta rescatar a su oveja perdida, como la mujer que barre y recoje insistentemente hasta encontrar la moneda perdida.  Lo vemos  abrazando a la niñez, tratando con dignidad a las mujeres, comiendo y festejando con los despreciados, pronunciando su palabra de perdón hacia sus crueles verdugos...  En la segunda parte de la obra, el libro de «Hechos», vemos a Jesucristo resucitado, a través del Espíritu Santo tocando los corazones de aquellas personas a quienes la religión de Israel marginaba señalándoles como ajenas al "pueblo de Dios".

Cuenta la narración bíblica que el asunto provocó una importante reunión del liderato cristiano primitivo para dilucidar lo que estaba pasando.  Lo cierto es que el Señor estaba cambiando los paradigmas que aquellos religiosos daban por sentados.  La gracia de Dios no es para gente que cumpla con ciertos requisitos o pre-condiciones (como la raza, por ejemplo). El apóstol Pedro (también judío) testificó la obra de Dios entre las personas de otras naciones, diciendo: «Dios, que conoce los corazones, los confirmó y les dio el Espíritu Santo, lo mismo que a nosotros. Dios no hizo ninguna diferencia entre ellos y nosotros, sino que por la fe purificó sus corazones» (Hechos 15.8-9).

Escenas como esta se manifiestan en distintas partes del documento bíblico. Las cartas del Nuevo Testamento son ejemplo de cómo se manifestaba en las congregaciones del primer Siglo ese interés de unos en dictar condiciones "para ser salvos", es decir, para ser objeto del amor de Dios.  Lo triste del caso es que, aunque podemos estudiar esa práctica contraria al evangelio de Jesucristo en la iglesia primitiva, aun en pleno Siglo 21 seguimos observando grandes vestigios de esa actitud de religiosidad arrogante en la cristiandad. Criticamos lo que hacían los religiosos leguleyos del pasado, pero nosotros seguimos haciendo lo mismo.  Ya no pretendemos imponer el rito de la circuncisión ni la adherencia a las tradiciones mosaicas, pero seguimos queriendo imponer otros criterios propios de nuestras respectivas preferencias, como si se tratase de requisitos divinamente establecidos.  En la práctica seguimos promoviendo la visión de "si no hacen X o Y no pueden ser salvos", "si no votan de tal o cual manera no son cristianos", "si no adoptan tal credo o dogma serán reos del infierno", "si no _________ (los prerrequisitos son tantos y tan variados que tomaría demasiado espacio enumerarlos todos), entonces no tienen salvación".  Establecemos nuestras propias categorías y castas como si tuviésemos el derecho de determinar el favor y el amor divino. El discurso de Pedro a los hermanos judíos confronta seriamente nuestras concepciones contemporáneas: «Dios no hizo ninguna diferencia entre ellos y nosotros... ¿por qué ponen a prueba a Dios, al imponer sobre los discípulos una carga que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Lo que creemos es que, por la bondad del Señor Jesús, seremos salvos lo mismo que ellos» (Hechos 15.9a, 10-11).

Prestemos mucha atención: Dios no hizo ninguna diferencia entre ellos y nosotros.  Entonces, ¿por qué pretendemos hacerlo nosotros?  Lo cierto es que todos necesitamos la gracia de Dios, indistintamente de cuáles sean nuestras características y condiciones humanas.  Valga la redundancia: la gracia de Dios es su gracia  y es su derecho otorgarla libremente y por encima de las barreras que el egocentrismo humano impone. Debiésemos, pues, vivir agradecidos de que Dios no funciona según nuestros criterios limitados por la arrogancia, los prejuicios y el odio, sino que su amor actúa más allá de todo eso.  Debiésemos, pues, abrir nuestros brazos solidarios y esforzarnos en obrar como Jesucristo obró.  El Señor mostró su generosidad y compasión para con todas las personas.  A nosotros nos corresponde humildemente hacer lo mismo.

Soli Deo Gloria.

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