Un hombre tenía dos hijos
"The Return of the Prodigal Son" Rembrandt c.1669 |
Quiero compartir
aquí algunas reflexiones, producto de la lectura y relectura de una
de las narraciones más conocidas en el Evangelio Según Lucas, esa
que tradicionalmente titulan “Parábola del hijo pródigo”. No
pretendo en este espacio hacer un análisis minucioso y detallado,
simplemente quiero acentuar algunas consideraciones. Pero, antes de
continuar leyendo estas notas, les invito a tomar unos minutos y leer el pasaje de Lucas 15.1-2, 11-32.
Este es el tercero
de varios relatos que, según Lucas, Jesús pronunció en respuesta
ciertas críticas y murmuraciones que hicieron los religiosos de su
tiempo. Sobre ello comentaré adelante. El enfoque tradicional de
esta narración reside en el hijo que tomó su herencia (aún cuando
su padre vivía), se fue de la casa, malgastó lo que tenía, se ve
en gran necesidad, recapacita y regresa. Esa parte de la trama ha
sido expuesta hasta la saciedad en sermones, pláticas y estudios
bíblicos en la cristiandad, de ahí que se le llame “parábola del
hijo pródigo”. Sobre esa parte sólo quiero llamar nuestra
atención a un detalle: el hijo había planificado el discurso que
daría a su papá al regresar, pero cuando llegó el momento de
pronunciar su discurso, el papá no le permitió terminarlo, sino que
dio instrucciones a sus sirvientes para la restauración de su hijo y
de una vez iniciar los preparativos para una gran fiesta. La imagen
que plasma la narrativa es muy conmovedora, evidencia que el padre lo
había perdonado en su corazón sin necesidad de discursos. Así de
poderosa es la compasión divina.
Ahora bien, la
segunda parte de la trama es la que suele ser pasada por alto, o
simplemente no recibe la atención que debiera. Debemos observar que
Jesús comenzó su narración diciendo: «Un hombre tenía dos
hijos...» (15.11).
De manera que cuando nos
enfocamos en lo acontecido con el hijo menor estamos dejando el
relato inconcluso. La narración no está completa hasta que
consideremos la escena relacionada con el hijo mayor. La trama
indica que, al enterarse de lo acontecido, el hermano mayor se enojó
tanto que no quería entrar a la casa. Se sintió molesto con la
extravagante demostración de amor de su padre hacia su hermano
“perdido”. Tenía hacia
su padre el mismo sentimiento de incomodidad que llevó a los
fariseos y escribas a murmurar contra Jesús diciendo «Este
recibe a los pecadores, y come con ellos»
(15.2).
Es
ahí donde la parábola nos
confronta. Y digo “nos” porque la esencia de esta narración va
dirigida hacia los religiosos(as) que en nuestro celo "espiritual" tendemos a
clasificar a las personas siguiendo fórmulas dualistas como
“perdidos(as)” o “salvados(as)”, “pecadores(as)” o
“santos(as)”, “conversos(as)” o “inconversos(as)”. Somos
como el hermano mayor que no disfrutamos la fiesta por creernos más
dignos que el hermano menor. Somos
como el que se siente con el derecho y privilegio de decidir hacia
quién y cómo Dios manifiesta su misericordia.
Algo
hermoso en esta segunda parte de la parábola es que el padre que
había salido (¡corriendo!) a buscar a su hijo menor, también sale
de la casa a buscar al hijo mayor para invitarlo a participar de la
alegría de la fiesta: «su padre salió a rogarle que
entrara» (15.28). ¿Recuerdan
cómo comenzó Jesús el relato? «Un hombre tenía dos
hijos».
El padre desea que ambos
hijos
estén junto a él.
Queridas
amigas y amigos que afirmamos profesar la fe cristiana: es tiempo de que
entendamos las implicaciones y el alcance de la gracia divina. Es
hora de que rompamos con la costumbre de querer regular o ponerle
límites al amor extravagante del Padre celestial. Basta ya de estar
catalogando la gente que no se conforma a nuestras ideas y
concepciones de la fe.
Ha llegado el momento de renunciar
a la
arrogancia religiosa que pretende decirle a Dios a quién debe
aceptar y a quién debe rechazar. Si
nos hacemos llamar “cristianos(as)” entonces debemos actuar como
Cristo, y no como aquellos religiosos que lo menospreciaban por
“recibir a los pecadores y comer con ellos”. Es tiempo de bajar
el dedo acusador y entrar de una vez y por todas a la fiesta de su
gracia.
Así es, un hombre tenía dos hijos...y hay que ver que nos parecemos al mayor. ;-)
ResponderEliminarA veces ese celo por cuidar, mal guiado por el miedo a perder privilegios y posiciones, se transforma en una manifestacion egoista de ser muros excluyentes entre el Padre y aquellos/as que legitimamente ya ha reconocido como hijos e hijas. Los hij@s de Dios tenemos muchas apariencias y formas. Que el Señor quite de nosotros ese celo tóxico y convierta nuestros corazones y santuarios en espacios donde la vida y la hermandad sea el pan nuestro de cada dia.
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