Y el mar se calmó
«Dicho esto, echaron a Jonás al mar, y el mar se calmó. Al verlo, los marineros sintieron una profunda reverencia por el Señor, y le ofrecieron un sacrificio y le hicieron promesas. Entre tanto, el Señor había dispuesto un enorme pez para que se tragara a Jonás. Y Jonás pasó tres días y tres noches dentro del pez.» (Jonás 1.15-17 DHH)
Pocas historias son tan ricas en significado y proveen materia prima para tantas aplicaciones como la historia bíblica del profeta Jonás. Grandes sectores de la cristiandad la ven como un relato “histórico”, aún cuando hay suficiente evidencia (p.ej. el uso de ironía, sátira, hipérbole, repetición, humor, etc.) como para catalogarla como una parábola o una novela didáctica de la antigüedad. Esto, por supuesto, no mina en nada su cualidad de escritura sagrada ni su capacidad para proveer enseñanzas que son tan útiles hoy como lo fueron en el pasado.
La narración presenta a Jonás, un profeta del Señor llamado a ir a la ciudad de Nínive (Persia) a dar un anuncio de parte de Dios. Jonás, en lugar de obedecer, procura irse en dirección contraria, huyendo del Señor. Se embarca rumbo a Tarsis y a mitad de viaje se desata una fuerte tempestad que lleva a la tripulación a llenarse de miedo. Asustados toman varias medidas: invocan a sus respectivos dioses, arrojan la carga al mar, y, siguiendo sus creencias echan suertes con el fin de identificar el causante de tal problema. Jonás, una vez señalado como el “culpable”, confiesa lo que ha hecho y cómo eso ha provocado la ira divina. Como solución Jonás termina siendo arrojado por la borda al mar... «y el mar se calmó» (1.15).
No es mi intención aquí plantear que los fenómenos de la naturaleza sean un “castigo divino”. Los fenónemos naturales son eso mismo: naturales. Sin embargo, esta pieza literaria, por medio de su trama magistralmente narrada nos inspira a formular algunas reflexiones. Metafóricamente hablando, a veces necesitamos la sacudida de una “tormenta” para detenernos a reflexionar sobre los cambios que necesitamos hacer en nuestras vidas. Ese momento, el del susto, el de la preocupación, el de la ansiedad, el de la incertidumbre que azota nuestra vida como las fuertes olas de una tormenta marina lo hacen con el barco, provee una oportunidad única para hacer introspección: ¿qué cosas tenemos que “arrojar” de nuestro barco? ¿Qué elemento(s) están presentes que no debieran estar? ¿Qué factores nos han llevado a la encerrona tormentosa? ¿Cómo podemos hacer nuestra embarcación más “liviana” para que no tenga que naufragar? No permitamos que el barco se nos hunda por aferrarnos a la presencia de elementos que a todas luces nos llevan rumbo al fracaso personal, familiar o institucional. Quizás sea alguna idea, alguna actitud, alguna relación o alguna práctica lo que se ha convertido en ese lastre cuyo único resultado será llevarnos a la ruina. Ese lastre es lo que tiene que ser descartado lo antes posible: sólo así el barco podrá sobrevivir la tormenta.
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