El prejuicio nuestro de cada día

Lucas 10:25-37 contiene uno de los pasajes bíblicos más bellos y más conocidos de toda la Escritura Sagrada. Su impacto ha trascendido el mundo religioso y se ha entretejido en la cultura de tal manera que, cuando alguien se acerca para socorrer a una persona desconocida en aprietos, es identificado como un “buen samaritano” en alusión al relato.

He perdido la cuenta de la cantidad de sermones, reflexiones y estudios bíblicos que he leído y escuchado sobre este pasaje a lo largo de mi vida. Y casi todas las veces al acercarse a este texto lo identifican como “la parábola del buen samaritano”. Más aún, en muchas Biblias, indistintamente de la versión, las casas publicadoras que identifican los textos con encabezamientos para facilitar la lectura, titulan dicha sección como “el buen samaritano”.

La gente de Samaria era tan israelita como la gente de Judea. Sin embargo, la enemistad entre ambos pueblos se puede rastrear desde el Siglo 6 AEC (1). El conflicto involucraba el reconocimiento de lugares distintos como centros de adoración (véase Juan 4:20), gran menosprecio y amargas animosidades que se pasaban de generación a generación, incluyendo los tiempos en que Jesús vivió. De hecho, el Evangelio Según Lucas cuenta que dos discípulos de Jesús fueron a una aldea samaritana, y como no los quisieron recibir allí (pues iban de camino a Jerusalén), pidieron permiso a Jesús para orar que descienda fuego del cielo para destruir el pueblo (9:51-56). Eso nos debe dar una idea de cuán visceral y aguda era la enemistad.

Ahora bien, volviendo al título del cuento, al usar la designación “buen samaritano” estamos perpetuando el prejuicio. Al identificar a un samaritano como “bueno”, partimos de la premisa de que los samaritanos son “malos”. Eso es un ejemplo de lo que en las ciencias de la conducta humana se conoce como “sesgo implícito” o “prejuicio inconsciente”. No se trata necesariamente de odio activo, o aborrecimiento abierto, pero el hecho de que no lo tengamos en cuenta, no lo hace menos peligroso. El sesgo implícito afecta la manera en que tratamos a otras personas, aún sin querer hacerles daño conscientemente. Expresiones como “el novio de mi sobrina es ‘negrito’ pero bueno”, son muy comunes en la cotidianidad hispana. Recuerdo haber escuchado a una persona, refiriéndose a mí, decir “el pastor es puertorriqueño, pero es tan elocuente y correcto al hablar”. En ambos ejemplos se manifiestan sesgos implícitos. En el primero se implica que las personas afrodescendientes son, por definición, malas personas. En el segundo, se implica que las personas puertorriqueñas no sabemos hablar. 

Los sesgos implícitos pueden parecer prejuicios inofensivos, pero la realidad es que ningún prejuicio es inofensivo. Son el terreno fértil que produce situaciones que le cuestan la vida a muchas personas, por ejemplo, al momento de recibir tratamiento médico apropiado (2). Y, para no extender este ensayo, me abstendré de detallar cómo los prejuicios son semillero para hombres jóvenes que se convierten en asesinos en masa utilizando armas automáticas como instrumento predilecto.

De regreso al texto bíblico, es indispensable observar lo siguiente: al contar la parábola, Jesús no dijo “un buen samaritano”, sino “un samaritano” (10:33). El lenguaje utilizado por Jesús en su narración rompía el ciclo de los sesgos implícitos y aún de los prejuicios explícitos. Para un judío de aquella época, “su prójimo era su compatriota, otro judío. Los extranjeros, entre ellos los odiados samaritanos, no estaban considerados como prójimos” (3). Jesús presenta a un samaritano como ejemplo de bondad y compasión, para sorpresa de su audiencia.

Las enseñanzas de Jesús vienen a ser una invitación a una introspección honesta de nuestra parte. Los seres humanos somos socialmente programados con una enorme variedad de prejuicios incluyendo raza, nacionalidad, género e identidad de género, orientación sexual, ideales políticos, clase social, religión y muchos otros factores. El ejemplo de Jesús nos compele a revisar nuestra programación social, traer a la conciencia nuestros sesgos implícitos, arrepentirnos y esforzarnos cada día en arrancarlos de raíz para una convivencia sana, compasiva, pacífica, justa y equitativa, alineada con los valores del reinado de Dios. Soli Deo Gloria.

Referencias y recursos:

(1) Richard I. Pervo, The Scholars Bible: Luke, p. 102

(2) Aquí se encuentra un interesante artículo sobre el impacto del sesgo implícito en las profesiones del cuidado de la salud y cómo afecta adversamente a poblaciones históricamente marginadas. 

(3) Darío López, “Lucas”, en Comentario Bíblico Contemporáneo, p. 1313

(4) Aquí se encuentra un vídeo producido en Dinamarca, que nos recuerda lo fácil que es encasillar a las personas. 

(5) Aquí se encuentra un vídeo sobre el sesgo implícito en el contexto de las empresas.

(6) Aquí se encuentra un buen artículo sobre los orígenes del sesgo implícito desde la niñez.

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