Y el segundo

Jesús le respondió: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.” Éste es el primero y más importante mandamiento. Y el segundo es semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas.» (Mateo 22:37-40 RVC)

El domingo más cercano al 31 de octubre se conoce en muchas partes del mundo como “Domingo de la Reforma Protestante” (en conmemoración a la fecha en que el monje Martín Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la Catedral de Wittenberg, 1517). No pretendo escribir aquí sobre la historia de la reforma protestante, pero sí quiero enfatizar el concepto reforma. La Real Academia Española de la lengua, al definir el verbo “reformar”, hace mención de lo siguiente: «volver a formar; rehacer; modificar algo, por lo general con la intención de mejorarlo; reducir o restituir una orden religiosa u otro instituto a su primitiva observancia o disciplina; enmendar, corregir la conducta de una persona.»

Con esto en mente, y al contemplar el estado presente de la religión cristiana, podemos afirmar que la práctica de la misma tiene —en el presente, al igual que en el pasado— una urgente necesidad de reforma. Sin entrar en mucha elaboración, se hace evidente el abismo que hay entre lo que la gente cristiana predica y lo que se lleva a la acción. Nos hemos conformado con una religiosidad dogmática y cúltica, es decir, de mucho estudio y mucha ‘adoración’ sin tener un impacto real en cómo nos conducimos en la vida cotidiana. Hemos caído en la trampa del yoísmo espiritual, donde vemos a Dios y la religión como una forma de satisfacción espiritual personal, o como se suele decir, “llenar el vacío interior”, pero sin asumir responsabilidad por el bienestar comunitario más allá de las inmediaciones de los templos. Si algo no nos afecta personalmente, entonces no es nuestro problema.

Nuevamente: la necesidad de reforma en la experiencia cristiana es urgente. Y para ello es indispensable volver a la raíz —las enseñanzas de Jesucristo en el testimonio que tenemos por medio de sus palabras y acciones. El texto del Evangelio para hoy nos ofrece una magnífica oportunidad de examinar cuál es el centro, la esencia, del mensaje de Jesucristo. Se cuenta que en una ocasión, un devoto preguntó a Jesús sobre el más importante de los mandamientos religiosos. La respuesta de Jesús tiene mucho que enseñarnos, mucho más que lo que podemos abarcar en esta breve reflexión. No obstante, hay tres puntos que hoy quiero recalcar.

Primero. La religión judaica (que era la religión profesada por aquel hombre y por Jesús) contaba con poco más de 600 mandamientos —regulaciones e instrucciones que eran entendidas como voluntad divina para la gente. Así que la pregunta del hombre hace mucho sentido, de todo eso que se supone que cumplamos, ¿qué es lo más importante? El hombre preguntó por un mandamiento... pero Jesús ofreció dos.

Segundo. La respuesta de Jesús establece sin lugar a dudas que una buena relación con Dios no puede estar separada de una buena relación con el prójimo. En la enseñanza de Jesús no hay espacio para una compartamentalización de ambas relaciones. La ecuación es simple: si no amamos al prójimo, entonces no amamos a Dios. Punto.

Tercero. La relación con el prójimo debe recibir la misma atención que se le brinda al propio ser. Es decir, “yo” y el “prójimo” estamos en el mismo plano. Ese “como a tí mismo” elimina por completo cualquier justificación para menospreciar y considerar a otras personas como inferiores —con todo lo que eso implica. Raza, nacionalidad, identidad de género, orientación sexual, origen étnico, adherencia política, o cualquier otra clasificación de esas que utilizamos como justificación para levantar barreras entre unas y otras personas son un estorbo para la práctica del amor. El amor al prójimo se manifiesta colectivamente en hacer todo lo que esté a nuestro alcance para lograr una vida digna y justa para todas las personas. Sin este componente ético, nuestra religión se queda en palabras huecas e irrelevantes.

Cada vez que afirmemos el “mandamiento más importante” debemos recordar las palabras de Jesús: “Y el segundo...” Esta es la esencia de la vida a la luz del Reino de Dios. 

Soli Deo Gloria.


(Pentecostés 22 / Tiempo Ordinario 30 / Propio 25 - Ciclo A)

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