Odiando en nombre de Dios


 Hechos 7:55-60, DHH

   “Mientras lo apedreaban, Esteban oró, diciendo: ‘Señor Jesús, recibe mi espíritu.’ Luego se puso de rodillas y gritó con voz fuerte: ‘¡Señor, no les tomes en cuenta este pecado!’ Habiendo dicho esto, murió.” (Hechos 7:59-60).

   Recientemente ha estado circulando por los medios un vídeo de la predicación de una pastora evangélica puertorriqueña. El mismo ha causado revuelo por estar saturado de expresiones racistas, clasistas y homofóbicas, vociferadas en un aire de prepotencia y violenta arrogancia. (No voy a colocar el vídeo aquí para no alimentar más el morbo colectivo). 

   En días siguientes hubo algunas expresiones públicas de otros líderes eclesiales en rechazo al mensaje compartido (más bien, gritado) por la pastora en cuestión. En verdad me alegra que hayan voces que se distancien de la susodicha predicación. Los discursos de odio tienen que ser rechazados y la violencia religiosa –abierta o implícita– tiene que ser repudiada. 

   El odio revestido de fe y religiosidad no es un mal nuevo. Es tan viejo como la humanidad misma. El capítulo 7 del Libro de Hechos de los Apóstoles nos muestra un ejemplo de este mal en los comienzos de la Era Cristiana. Allí se narra la ejecución de Esteban, uno de los primeros cristianos en ser nombrado al oficio del diaconado. La predicación de Esteban fue recibida con creciente agresión al punto de culminar en la violencia física que le provocó la muerte. Es impactante la manera en que el relato lo describe: “Cuando oyeron estas cosas, se enfurecieron y rechinaron los dientes contra Esteban. ...se taparon los oídos y dando fuertes gritos se lanzaron todos contra él. Lo sacaron de la ciudad y lo apedrearon...” (7.54, 57, 58).

   Ahora bien, la narración bíblica menciona un detalle que no debemos ignorar: “Y Saulo estaba allí, dando su aprobación a la muerte de Esteban” (8.1). Unos son los que activamente ejercen la violencia, y otros son los que con su presencia silenciosa brindan su aprobación. A veces lo que no se dice habla tan fuerte como lo que se dice. Me resultó muy perturbador escuchar lo que aquella pastora gritaba desde su púlpito. Pero más me perturba la realidad de que ella simplemente se atrevió a decir públicamente lo que mucha gente cristiana cree y siente en silencio. Más aún, algunas de las expresiones de rechazo al discurso aluden al racismo manifestado, pero ni por equivocación rechazan la homofobia –porque en última instancia, es un “valor” que comparten con la predicadora. Son quienes al surgir el tema de la orientación sexual inmediatamente traen a colación la trillada frase de “Dios ama al pecador pero odia el pecado”. Son quienes se ofenden cuando se les señala su homofobia y dicen que “no odian a nadie”, que solo “desaprueban su conducta.” Son quienes disfrutan las participaciones artísticas de los cristianxs gays y trans en los cultos de adoración mientras mantengan en silencio su identidad –entonces hacen todo lo posible por marginarles y sacarles de la iglesia.

   El pasaje bíblico que hoy consideramos trae a nuestra atención dos maneras de vivir la fe, dos formas de practicar la religión. Una es de los verdugos de Esteban (que por cierto, se las daban de ser gente muy devota). Esa manera comienza con algo tan “simple” como el rechazo que hace “rechinar los dientes”, pero puede escalar hasta algo tan complicado como la violencia y la agresión física. La otra manera es la de Esteban, que siendo atacado en palabra y acción mantiene su atención en el Señor que le enseñó a amar y perdonar hasta el último aliento de vida. Por cierto, no es casualidad que Esteban muere pronunciando las mismas palabras de Jesucristo en la cruz (Lucas 23.34, 46). Esteban había optado por el grito del amor y había rechazado los gritos del odio.

  Se dice que “las palabras se las lleva el viento”. Pero la realidad es que las palabras son como semillas que caen en la mente de quienes las escuchan, y muchas veces allí germinan y dan frutos. Esos frutos pueden ser plantas que alimentan la vida, o espinas y abrojos que la consumen. Seamos prudentes en nuestro hablar. Los discursos de odio, maquillados de religiosidad, aunque sean pronunciados “en nombre de Dios”, siguen siendo fruto del odio humano que contradice la esencia misma del Dios que dicen predicar. Sean nuestras palabras semillas de amor que produzcan frutos (acciones) de amor.

Soli Deo Gloria.

(5to domingo de Pascua – Ciclo A)

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