El encargo

La noche de ese mismo día, el primero de la semana, los discípulos estaban reunidos a puerta cerrada en un lugar, por miedo a los judíos. En eso llegó Jesús, se puso en medio y les dijo: «La paz sea con ustedes.» Y mientras les decía esto, les mostró sus manos y su cogoado. Y los discípulos se regocijaron al ver al Señor. Entonces Jesús les dijo una vez más: «La paz sea con ustedes. Así como el Padre me envió, también yo los envío a ustedes.» Y habiendo dicho esto, sopló y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les serán perdonados; y a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados.»
(Juan 20:19-23, RVC)

Durante los domingos siguientes a la celebración de la resurrección de Jesucristo, la iglesia cristiana suele leer pasajes bíblicos relacionados con el tema. Ya sea alguna de las narraciones de los cuatro Evangelios, o algún pasaje de los demás documentos bíblicos, las lecturas de alguna manera contemplan el tema de la vida nueva que encontramos al enfocar nuestro camino en la ruta de la fe. Siguiendo dicha tradición, hoy leemos una porción de las narraciones del Evangelio Según Juan. 

El texto nos ubica junto a los discípulos de Jesús, en el ocaso del día en que Jesús resucitó. Es natural que los discípulos sientan una mezcla de asombro, confusión y alegría, por lo cual Jesús toma medidas para evidenciar que se trata de él y no de un producto de la imaginación colectiva, maltrecha por los terribles acontecimientos de la tormentosa semana que han experimentado.

La presencia de Jesús en medio de ellos trae consigo paz: esa misma paz que necesitamos cuando atravesamos nuestros propios momentos de confusión y dolor, acompañados por múltiples preguntas que no encuentran contestación; esa misma paz que necesitamos cuando transitamos esos terribles episodios de incertidumbre y temor; esa misma paz que nos elude ante los sueños frustrados y planes quebrantados. Paz.

Jesús no solo trae paz, sino que también trae un encargo: “Así como el Padre me envió, también yo los envío a ustedes” (v 21). Vale notar que la narración nos indica que los discípulos se encontraban encerrados por miedo. Ahora las palabras de Jesús son un imperativo para salir del encierro. Son palabras que contienen todo el peso de un encargo divino: “Así como el Padre me envió”. Cabe entonces, considerar la pregunta ¿qué quiere decir Jesús con “así como el Padre me envió”? El propio Evangelio Según Juan, en sus primeros capítulos, nos ofrece la respuesta (3:17): “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.”

Al leer estas líneas no puedo evitar considerar las tantas ocasiones cuando quienes dicen seguir a Jesús hablan y actúan como si su vocación fuese evaluar la vida de las demás personas. Se conducen con actitud arrogante, profiriendo juicios a diestra y siniestra contra “esa gente” a la que denominan como “pecadora”, “inconversa” o “perdida”. Con impresionante agilidad levantan el dedo acusador contra quienes no viven según sus criterios santurrones. Les encanta señalar pecados ajenos (aunque pasen por alto los propios). Son particularmente vocales contra quienes profesan una religión distinta a la suya, contra quienes no se identifican según los patrones tradicionales de género, y contra las mujeres que se enfrentan a la dolorosa decisión de terminar un embarazo. Pudiera ofrecer ejemplos adicionales, pero me parece que, como dice el refrán, “para muestra con un botón basta”. 

De cara a tan lamentable realidad, el Evangelio nos recuerda que “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar...” Es en ese mismo espíritu que quienes seguimos a Jesús somos enviados al mundo: “Así como el Padre me envió, también yo los envío a ustedes.” Sea nuestra presencia una fuente de paz y no de tormento; sea nuestra presencia un manifiesto de salvación y no de condenación; sea nuestra presencia un vivo reflejo de la gracia divina que hace posible el perdón, la reconciliación y la vida que se renueva. Al ver el testimonio evangélico de Jesús, podemos constatar su inagotable compasión y ternura para las personas señaladas, condenadas y marginadas por la religiosidad de su tiempo. Dos milenios después el encargo para quienes nos identificamos como sus discípulas y discípulos sigue siendo el mismo: el Resucitado nos envía a imitarlo en actitudes, palabras y acciones --en todo tiempo y en todo lugar.

Soli Deo Gloria.

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