El final de La Biblia
Aquellas personas que hayan estado
siguiendo mis homilías y presentaciones durante la temporada de
pascua de resurrección (ya sea en vivo en la Primera IglesiaPresbiteriana Hispana o a través de la internet), han sido expuestas
sistemáticamente a reflexiones y pensamientos sobre el libro del
Apocalipsis de Juan. El domingo pasado prediqué el último sermón
de esta serie titulado «La ciudad de Dios».
El
próximo domingo no predicaré sobre el Apocalipsis, sin embargo a
manera de ejercicio de reflexión tomé un rato durante el día para
leer el último capítulo del libro. Más allá de las descripciones
utópicas de la nueva Jerusalén
(por cierto, no se trata de lo que hoy conocemos como Jerusalén), y
de las exhortaciones para prepararse para el regreso de Jesucristo,
lo que cautivó mi atención fue el último verso de este capítulo:
«Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén.»
(22.21). Durante semanas he estado compartiendo, enseñando y
exponiendo que, mientras el cine, la literatura y muchos religiosos
promueven entendimientos que fluctúan entre la fantasía
y el miedo, el
mensaje del Apocalipsis es un mensaje de esperanza.
Por ello me ha conmovido tanto este verso final. Tanta gente a
través de las edades se ha enfocado, por un lado, en especular sobre los
significados del lenguaje simbólico del libro, y por el otro, en acentuar de manera literal los anuncios de calamidades y terrores, sin embargo, el último verso del Apocalipsis – y por
ende, el final de La Biblia – es un
pronunciamiento de bendición y no de juicio.
Se trata de una palabra de bondad, una expresión compasiva, una
afirmación restauradora, una declaración de amor: «Que
la gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén.»
La última palabra nos recuerda que por encima del juicio (o los
juicios) está la compasión y por encima de la condenación, está
el amor.
Nunca
deja de perturbarme y entristecerme la rapidez con la que muchas
personas identificadas con la fe cristiana están siempre dispuestas
a juzgar a los demás y a etiquetarles como reos del infierno,
atribuyéndose el lugar de juez del universo – un lugar que sólo
le corresponde al Todopoderoso. Se ofuscan en catalogar los “pecados”
de otros pasando por alto los propios. Se adjudican una vocación a
la que Dios nunca les llamó, pues la vocación del cristiano(a) es
proclamar el Evangelio, y «Evangelio» quiere decir «buena
noticia». «Gracia» es lo que no merecemos, pero aún así Dios lo
concede. «Gracia» es el favor inmerecido de Dios. «Gracia» es el
amor de Dios que
se derrama cual torrente de misericordia sobre nosotros(as)
pecadores(as). Solo hay uno que se llama «Alfa y Omega», es decir,
sólo hay uno con el poder de empezarlo todo y darlo todo por
terminado. No caigamos en la arrogancia religiosa que pretende
usurpar el poder del Eterno. Al contrario, que nuestras vidas sean
sobrecogidas por un sentido de humildad y compasión. «Que
la gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén».
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